Es de noche. Llueve en el campo. Los caminos, embarrados, están techados en esta parte del trecho por los densos árboles que se abrazan en sus copas; por sus hojas escurre el agua que termina por caer a los desafortunados viajeros que recorren los caminos esa noche. Uno de ellos es Miguel Pérez, mensajero al servicio del Capitán Fuentealba, un déspota criollo que fingía acento español para aumentar su estátus. Era su segunda noche cabalgando y, aunque le hubiera gustado haber levantado campamento y armar fuego al costado del camino, la lluvia no se lo permitiría. Es mejor que esté lloviendo, le había dicho el Capitán con una sonrisa irónica, así tienes un buen motivo para no parar hasta llegar a San Damián. Había pasado la noche anterior en una desvencijada pensión, que, en realidad, era solo una casa de pescador muy grande; a su favor, tenía un brasero, alcohol y un techo que lo protegía de la lluvia, que no tenía pinta de querer parar en el corto plazo. Ahora, con los hilos gruesos de agua cayéndole sobre el sombrero y las patas del caballo metidas en el barro, recordaba la pensión como si fuera la hacienda de algún rico criollo. Había salido al alba, pero parecía que no hubiera salido el sol en todo el día. Las gruesas nubes negras lo habían vigilado durante todo su viaje y, desde hace un par de horas, él y su caballo hacían frente a la lluvia, chapoteando a cada a paso.

Después de muchas horas, el caballo se hubo cansado y Miguel Pérez tuvo que desmontar para darle un descanso. Su precario calzado se le hundió en el barro del tosco camino en el que iba y sintió el frío en sus tobillos. El caballo jadeaba y relinchaba dolorosamente mientras continuaban su camino. No sabía qué hora era. No podía ver la luna ni las estrellas y, bajo las hojas de los árboles y sus pesados troncos, Miguel Pérez caminaba en una boca de lobo tras cuya oscuridad parecían esconderse todos los males del mundo. Se metió la mano debajo de la capa de viaje y sintió el sobre humedecido de la carta que tenía por entregar. Se quitó el sombrero, frustrado, y se tocó el pelo empapado. El resto de su cuerpo estaba igual. Palpó el saco de monedas que tenía en la parte interior de su pantalón y recordó por qué se había metido en tan absurda tarea. Eso y el arma que el Capitán Fuentealba había mantenido a la vista antes de despacharlo con el caballo más duro de su establo.

Antes de que pudiera darse cuenta, dejó de sentir el calor del caballo a medida que los relinchos y quejidos fueron haciéndose menos frecuentes. El animal comenzó a ralentizar su paso mientras el frío los envolvía con más violencia. Miguel Pérez sintió miedo y ni las monedas ni todas las riquezas de la región podían convencerlo de que había sido una buena idea estar allí. Alargó su brazo intentando alcanzar al animal para verificar que estaba todo bien. No lo sintió; no estaba todo bien. Se detuvo e intentó convencerse de que no había qué temer. No lo logró. Dos pasos hacia atrás y el caballo casi tropieza con él. Se hizo a un lado, aliviado. Alargó el brazo y, ahora sí, se apoyó en el animal. Podía sentir su respiración agitada y entrecortada a través del contacto con sus costillas mojadas. “El caballo más fornido” se sentía más flaco de lo que debería.

Perdió la noción del tiempo caminando en una oscuridad infinita e inescrutable. Hasta que el animal calló. Calló pesadamente. Sus patas cedieron, creyó o intuyó Miguel Pérez. Se desplomó el animal y sonó un pesado chapoteo de barro. Espantado, Miguel Pérez se hizo para atrás, pero enseguida se preguntó si acaso quedaría varado en ese lugar en medio de la nada.

Volvió a poner la mano sobre el animal con la sensación de que había una suave vibración cerca. Apenas posó su mano en el pelo del caballo moribundo, sintió un millar de bichos subir a toda velocidad por su brazo, hombros, cuello. Gritó un grito sordo que se perdió en la noche mientras caía de espaldas, asqueado. Rodó por el barro y se pasó las palmas abiertas por la cara, por el cuello, por los hombros, por los brazos, regando y sacándose los bichos que aún sentía moverse por su espalda, por su nuca. El animal había muerto, estaba seguro. Corrió siguiendo el camino que creía estar siguiendo hace algunas horas, derecha hacia sur-oriente. En medio de la oscuridad y desorientado por el horror, no supo cuánto tiempo pasó hasta que la boca de lobo se abrió en una noche que le pareció insoportablemente luminosa después de estar en esa oscuridad densa. Un espacio entre las nubes negras dejaba entrever una parte de una luna amarilla y luminosa, que ayudaba a dibujar un perfil fantasmagórico del terreno que se abría delante de los ojos de Pérez. A lo lejos, recortado en el horizonte, unas siluetas con líneas rectas le sugerían que había casas cerca.

La lluvia no había amainado, pero la situación actual se le hacía más soportable. Se salió del camino para pisar sobre el pasto. La lluvia pesada le limpió al cabo de pocos minutos las embarradas botas. El camino ascendía en una loma sobre la cual parecían estar las casas que había visto al salir del bosque. Debía (o deseaba) estar cerca ya de San Damián. Pobre gente, pensó, recordando el contenido de la carta que le había dado el Capitán Fuentealba. No había podido evitar abrirla y leerla la noche anterior. Hace ya varios años que los militares que mantenían el «orden» en la zona se aprovechaban de los habitantes de los pueblos perdidos en la precordillera. Demandaban cuotas periódicas de animales y chicha, amenazaban a los villorrios para que hicieran grandes festines a los que llevaban a comer a decenas de soldados que terminaban borrachos y peligrosos y, últimamente, se rumoreaba que habían abusado de hombres y mujeres que encontraban solos en los caminos. Pérez escuchaba toda clase de historias en los caminos, en las chinganas y en los refugios. La rabia pareció aplacar un poco el frío. Escupió al piso como si escupiera su rabia y apretó los dientes, apurando el paso. A medida que avanzaba, comenzaban a hacerse visibles las construcciones que vio a lo lejos, que se alzaban al ritmo de su caminata. Mientras más se acercaba, más parecía sentir el frío y la ansiedad por llegar a un lugar. ¿Qué hora sería? Sabía que era de noche y un fulgor en el cielo parecía indicar que al otro lado de la cima había alguna fuente de luz. Aceleró el paso hasta un trote ligero y, cuando llegó al final de la loma, corroboró que, más allá, se abría un pequeño villorrio de casas de adobe con tejado, espaciadas entre sí, que se levantaban a ambos lados del camino con pequeños vallas para separar los terrenos. Suspiró con alivio, antes de darse cuenta.

Entonces lo vio: el paisaje estaba atestado de figuras oscuras desperdigadas por el suelo. Desde el punto más lejano del horizonte parecía distinguirlas y, a medida que con la mirada recorría el camino de vuelta hacia sí, más claro le iba quedando el horror, hasta llenar a mirar a apenas 2 metro de sí. Cuerpos, cuerpos de animales y de humanos repartidos a lo largo de los campos y de las casas y del camino. Era como si de pronto todos hubieran muerto mientras hacían su vida diaria. Se acercó atónito al cuerpo que tenía más cerca. Una anciana con gesto de sufrimiento y los ojos muy abiertos aún tenía sus manos en torno a su cuello. Desde el cuello hasta las mismas órbitas de los ojos, se le veían las venas fuertemente marcadas en una piel que se veía de un tono grisáceo. Angustiado con su visión, Pérez se quitó el sombrero y se lo apretó contra el pecho, con un nudo en la garganta. Se arrodilló para cerrarle los ojos a la anciana.

Un ruido le hizo alzar la vista. La puerta de la casa más cercana, a unos doscientos metros, se acababa de abrir de golpe y el ruido amortiguado de unos gritos llegó a los oídos del desgraciado mensajero. Una figura alta y oscura salía de la casa, seguido por una más pequeña y encorvada, que caminaba apurada para seguirle el paso a la primera. Pérez se quedó petrificado, incapaz de resolver la pregunta interna de si aquellos serían sobrevivientes o los culpables de la horrible escena. Había algo en la imagen de esas dos figuras que lo inquietaba aún más. Alcanzó a darse cuenta de que cruzó la mirada con la figura alta, no sabía cómo, pero lo sabía. Tenía que huir. Alcanzó a girar su cabeza, pero el cuerpo no le respondió. Y, entonces, como si hubiera perdido el control de sus propios músculos, su cuello volvió a girar su cabeza y quedó de frente a ambas figuras. La figura pequeña, encorvada, corría en su dirección. Alcanzó a distinguir que corría en cuatro patas, presa del terror, paralizado. Y entonces ya estaba encima suyo. Alcanzaba a ver la piel pálida, a sentir unas uñas fuertes enterrándose en su piel, un fuerte olor a hierbas y humo y una especie de murmullo. Llevaba ropas oscuras y raídas, y cuando alcanzó a verle los ojos, recuerda haber visto su mirada perdida y los ojos girando en círculos rápidamente. Perdió el equilibrio y cayó de espaldas, con la persona-bestia agarrándole la cara con fuerza. Sentía sus uñas y el calor de la sangre que brotaba.

-¡Ya, ya! -un bramido rompió la tensión del momento y la persona-bestia le soltó la cara a Pérez. La tenía encima, sentada y con los pies descalzos apoyados sobre su estómago y pecho, dificultándole la respiración. Suponía que la voz correspondía a la figura alta. Era una voz de hombre profunda, tranquila -. No pueden seguir comportándose como bestias para siempre.

Era el momento, no iba a desaprovecharlo. Miguel Pérez giró sobre su cadera y su tronco, empuñó la mano y golpeó lo más fuerte que pudo a la persona-bestia en la oreja, que tenía cubierta por una maraña de pelo oscura. La persona-bestía, soltó un gruñido y trastrabilló hacia un costado. Eso le dio la oportunidad que necesitaba. Apoyó las palmas en el piso y se impulsó con los pies.

-Necio -escuchó a sus espalda, justo cuando se ponía de pie. Dio un paso, iniciando la carrera, y giró la cara para alcanzar a verle la cara a su asesino, en un impulso de curiosidad. No alcanzó a verle la cara -. Avada Kedavra

Una luz verdosa tapó su visión en un segundo. No vio el rostro ni nada más. Solo la luz. Y luego, la muerte.